sábado, 4 de diciembre de 2010

La VIDA que llega

Por Cristina Fdez. Hoyos, Religiosa de María Inmaculada

Nos seguimos adentrando en el camino de la esperanza, tan propia de este tiempo de Adviento. El mensaje es claro: Convertíos, porque está cerca el Reino de los cielos. Pero ¿cuál es ese Reino que requiere de mi parte conversión? Es la instauración de un orden completamente nuevo: habitará el lobo con el cordero, la pantera se tumbará con el cabrito, el novillo y el león pacerán juntos: y un muchacho pequeño los pastoreará… donde lo imposible para nuestra razón se torna en posibilidad para la razón de Dios, porque su palabra es creadora. La conversión nos lleva a recuperar la esencialidad de nosotros mismos, a acoger lo más genuino de nosotros, que es Dios, con las manos abiertas y así, en la misma actitud, ofrecerlo a cuantos nos encontramos, con quienes vivimos. Es volver, recuperar la ingenuidad del niño, su inocencia, que le hace capaz de jugar.

Para eso nos dice el profeta que hemos de preparar el camino, allanar los senderos. Preparar y allanar supone quitar los obstáculos, eliminar lo que dificulta el encuentro en el camino de nuestra vida para acoger la VIDA que llega, que se encarna y que lo hace de múltiples formas, adoptando rostros concretos, nombres propios: en los otros. Hacer algo llano es recuperar la sencillez evangélica que nos proporciona esa mirada nueva, esa limpieza de corazón que nos permite ver a Dios en todo y en todos, en futuro y en presente, y nos hace leer nuestra historia en clave de salvación: Bienaventurados los limpios de corazón porque ellos verán/están viendo a Dios.

Dad el fruto que pide la conversión, sigue diciendo el profeta, exigente. La auténtica conversión transforma nuestra realidad y difunde. Transforma porque no es fruto de nuestro voluntarismo, sino de un corazón enamorado que descubre su necesidad de Dios, su sed de Él y se apresura a disponer los medios necesarios para saciarla, se da cuenta de que tiene que pedir eso: un vaso colmado de sed, que sólo Dios puede saciar. El fruto que pide la conversión se traduce en que cada uno puede hacer posible en su realidad ese orden nuevo donde reina la ciencia de Dios como las aguas colman el mar, y nos lleva a acogernos mutuamente, conscientes de nuestras diferencias. La conversión nos devuelve al principio y fundamento de nuestra vida y nos hace tomar conciencia de la llamada a la santidad, que es promesa y certeza. Promesa a la que Dios dará y da cumplimiento; certeza de que es posible vivir en plenitud lo que Él nos regala y atisbamos e intuimos ahora.

Él os bautizará con Espíritu Santo y fuego. Atrevámonos a acoger al Espíritu, consuelo y aliento, que nos conduce a la libertad y dejemos que su fuego nos funda y haga cada vez más visible su Vida en nosotros.

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