domingo, 8 de mayo de 2011

3º de Pascua | De repente...

Iban a Emaús, donde acampaban las Legiones de Roma, lejos de la Ciudad Santa, a ahogar sus penas vaya usted a saber cómo. La decepción era tan grande… Ellos mismos se lo cuentan al desconocido que encuentran por el camino. Habían creído en un gran profeta que, en nombre de Dios, iba a liberar a Israel. Y se encuentran con un hombre masacrado y maltratado, muerto en cruz como el más vulgar de los ladrones. Hartos, asustados, acongojados y adjetivos parecidos. Así se van a buscar en otros ambientes un alivio rápido.

De repente se cruza el desconocido. Y les escucha durante largo rato, se pone en su lugar, les atiende. Se pone de hombro de desahogos. Se convierte en un acompañante, una especie de Psicólogo pre-moderno y gratuito. Sale al encuentro del que le necesita, incluso aún cuando ya no le buscaban.

De repente, el desconocido les hace resonar en su corazón la Palabra. Les explica los profetas, les habla de Jeremías, de Ezequiel, de los Isaías, de cómo ellos hablaban, en una época más difícil que esa, de que siempre hay un futuro al que caminar, lejos de Emaús, para el que confía en el Señor. Que Dios no defrauda, que vuelvan a confiar. Que el Mesías llegó ya como anunciaban los profetas.

De repente el camino parece que se separa, pero es tarde, y ellos son judíos. Y la hospitalidad manda y ellos quieren acogerlo. “Quédate”. Y Él se queda. Porque resulta que se queda siempre.

Y cuando estaba sentado a la mesa con ellos, coge el pan, pronuncia la acción de gracias y lo parte y reparte. Hay algo especial en ese partir el pan. Un partir el pan que no es como el de los demás. Imaginemos al desconocido que se levanta de la mesa y comparte el pan con los que andaban por la posada, pobres, caminantes, niños, mujeres. Y lo comparte con ellos.

De repente los ojos se abrieron, y en el partir el pan reconocieron al Señor de sus vidas. Y el desconocido desapareció. Si eran capaces de reconocerle en el pan, en los gestos, en su explicar las escrituras, entonces es que la fe les hacía ver el mundo con otros ojos, y ya no necesitaban verle a Él porque Él iba a estar a partir de ahora en todas las cosas.

Camino, encuentro, Palabra, Dios-que-se-hace-pan. Fe. Y un mundo nuevo.

Y entonces ya no hacía falta ir a Emaús, porque el horizonte era proclamar a los cuatro vientos que Jesús estaba vivo. Y volver a Jerusalén, que es lo mismo que volver a Dios. Resulta que el encuentro con el Maestro cambia la vida de cualquiera, y la de ellos también.

Así que queda desear que nuestra vida de fe sea un camino de Emaús.

Que lo sea porque estemos dispuestos a caminar buscando.
Que lo sea porque ese buscar lo hagamos acompañados.
Que lo sea porque en el caminar y el buscar nos encontremos con Él.
Que lo sea porque sepamos nosotros también partir el pan, entregarnos a los demás.
Y que lo sea porque sepamos proclamar que Él es el camino de Jerusalén.

Yo busco la raíz de todo esto,
me quedo con lo puesto, desnudo ante ti.
Yo voy, al caminar, abriendo paso,
y, buscando tu abrazo,
mi buscar es la raíz.
Y te encuentro, cerca ya la noche,
"quédate conmigo, quédate aquí."
Y, al partir el pan, te reconozco,
algo nuevo nace en mí.

Y, de nuevo, al recordarte,
el pan partido me habla de entregarme.
Y ese darme es la raíz...

Juan Rodríguez Gil
Pastoral Juvenil-Vocacional
Hermandad de Sacerdotes Operarios Diocesanos

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