Esta vida
sucesión de encuentros de la que estamos hablando este año se va construyendo a
través de momentos compartidos con mucha gente. Como ya compartíamos en facebook, a lo largo de estos últimos
días viene a mi mente de manera continuada una larga noche de hace casi dos
años…
En Cuatro
Vientos (a las afueras de Madrid) dicen que éramos más de dos millones de
personas los que asistíamos a la Vigilia de la JMJ con el Papa. Inocentes
nosotros, felices entre la tierra y las guitarras y los cantos, la lluvia hizo
acto de presencia. No fue una ligera lluvia de verano, no, fue una tormenta de
las que hacen época.
Benedicto,
en el centro del escenario, fue conminado varias veces por asistentes, clero,
obispos varios, algún cardenal y cortesanos diversos, a abandonar el escenario
y resguardarse en las partes privadas de las instalaciones.
Y se quedó.
Sabe el buen
Padre que no soy muy cortesano (eso creo). Pero admiro a todos los que tienen
la vocación de Pastor, son llamados por Dios a ese ministerio y lo cumplen
acompañando a sus hermanos y hermanas. Benedicto XVI (que supuso para muchos
una decepción en aquel abril de 2005, porque parecía representar a la vieja
guardia) ha cumplido bajo la lluvia, ha cumplido barriendo y limpiando lo que
otros habían dejado pasar, ha pedido perdón por los errores, ha acompañado a
los jóvenes (aunque nunca fue de macro-fiestas, no es su estilo), ha vivido
desde sus 80 y varios anclado a una realidad en la que la Iglesia parece no
tener hueco. Y en ese no-hueco ha querido hacer resonar una verdad que para
muchos es incómoda, y que es la verdad de la Buena Noticia de Jesús.
Y anclado a
esa realidad, después de un pontificado con sus luces y sus sombras (todos
tenemos luces y sombras en nuestra vida), ha renunciado al ministerio de Pedro,
y dice que se va porque su cuerpo no le deja estar a la altura de lo que este
ministerio exige. Anclado a la realidad, se retira para orar y para servir a la
Iglesia desde otros lares.
Esta
renuncia no es un bajarse de la cruz, como algunos han dicho: es una muestra
más de humildad de un hombre humilde que cree profundamente que esta barca no
es de él ni es de nadie: esta barca pertenece solo a Jesucristo, resucitado y
vivo en los corazones y en las manos de tanta gente haciendo el bien en el
mundo movidos por un Evangelio que una vez cambió nuestras vidas. Y desde esa
sencillez y verdad del Evangelio, quiso hacer el bien poniendo en orden tantos
desórdenes que había en la Iglesia. Y pedir perdón por ello.
Queda un
buen sabor de boca, de un profesor anciano que tuvo mano firme (en lo bueno y
en lo malo) y que, para mí, es ese querido abuelo que aquella noche se quedó
con nosotros bajo la lluvia.
Gracias.
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