domingo, 3 de abril de 2011

Es hora de volver a ver | 4º de Cuaresma




No basta tener ojos para ver. El ojo necesita luz para ver. Hay que recibir la luz para ver. Y esa es la lección que da Juan en este evangelio. El que quiera creer tiene que aceptar con agradecimiento la luz de Dios. Un mismo hecho excepcional, milagroso, sirve de luz para unos y de tinieblas para otros.

El ciego salta del hecho de que antes no veía y ahora sí, al admitir que quien lo hizo tiene que ser un hombre de Dios, un profeta porque Dios no escucha a los pecadores. Y se esa vaga fe en el que le ha curado salta a aquel “Creo, Señor”, en el último y definitivo encuentro con Jesús. Sus ojos al fin aceptaron en plenitud la luz de Dios que pasa de sus pupilas a lo más hondo del corazón.

2.- Ese mismo hecho se convierte en densa tiniebla para los que por sus conocimientos, sus lecturas y sus doctorados lo saben todo. Y que saber demasiado es tremendo. Esa sabiduría humana produce una costra, unas cataratas verdaderas sobre las pupilas que no dejan ver.

San Pablo tan convencido de la verdad que creía vino a Damasco a encarcelar a los cristianos. Y sólo cuando se le cayeron de los ojos aquellas como escamas que tenía, pudo saber de verdad. Acepta la luz de Jesús, al que perseguía, y empezó a creer

Y los fariseos, en el mismo hecho milagroso de la curación de un ciego, donde el ciego encontró la fe, no supieron encontrar más que nuevos motivos de mucho engreimiento en su mucho saber.

“Te doy gracias Padre, Señor de cielo y tierra, porque has revelado estas cosas a los sencillos y humildes y se las ha ocultado a los sabio y entendidos de este mundo”… son palabras terribles del Señor.

Cuando uno oye por la televisión a uno de esos representantes del nacional-agnosticismo hablando con tanta seguridad, contra Dios y contra la religión, siente un escalofrío, porque no es que no cree, es que no puede creer. Dios le ha cerrado la puerta por su soberbia. El profesor dijo una vez que le gustaría tener fe en lo que en medio de su seguridad agnóstica dejaba un resquicio abierto a la luz.

3.- “¿Acaso también nosotros estamos ciegos?” es el grito de soberbia de los fariseos que debería convertirse en humilde reflexión para cada uno de nosotros. Hemos querido huir de la fe del carbonero y nos hemos lanzado a la fe ilustrada. Tanto curso, cursillo, conferencia teológica, sólo tendrá un buen efecto si no olvidamos que no el mucho saber harta y satisface al alma, sino el sentir internamente de las cosas de Dios.

Si nos olvidamos que la ciencia de Dios (que eso es la teología) sólo Dios la puede enseñar al corazón, lo único que vamos a conseguir es una indigestión teológica, como la que tenían los fariseos y de la indigestión se pasa a la ceguera con toda facilidad.

¿Acaso también nosotros estamos ciegos? ¿Aceptamos la luz del Señor con agradecimiento y humildad? ¿Ven nuestros ojos mejor la luz de Dios? ¿Transparentamos a Dios o tantas capas de pintura teológica nos han hecho opacos al Señor y somos más un obstáculo entre los hombres y Dios que un cristal transparente que deje ver a Dios? ¿Somos ciegos y cegamos, o dejamos pasar a otros la luz del Señor?

José María Maruri, SJ

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