sábado, 11 de diciembre de 2010

Iluminar el corazón

Por José Hdez. Ascanio, jesuita

Hoy en día, ninguno de nosotros podría decir que vive insensible a una espera. En el fondo, todos esperamos algo. Asomamos la mirada entre los límites de nuestra propia espera e intentamos descubrir algún signo que nos permita identificar si nuestros deseos se verán cumplidos.
Como Juan, en el evangelio de hoy, podemos utilizar la metáfora del encierro. Muchas veces las paredes de esa cárcel, impuesta o autosuministrada, pueden ser las dinámicas cotidianas y personales en las que nos movemos o las de una sociedad más amplia en la que vivimos y de la que participamos. Muchas veces podemos experimentar que hay algo en la sociedad que constituimos que nos encierra, que nos limita, algo que en una escala mayor, nos remite a nuestra propia experiencia de nosotros mismos.
Tal vez sería hoy un buen momento para preguntarnos cuáles son esos elementos que cierran nuestro campo de visión, nuestra capacidad para movernos y expresarnos, aquello que reduce nuestro mundo, nuestra realidad, mi mundo, mi realidad, a un espacio minúsculo.
Posiblemente descubramos que en la mayoría de las ocasiones tiene que ver con una espera: la espera de que se cumpla nuestro sueño (los estudios, nuestras parejas, encontrar un trabajo, qué hacer con mi vida, encontrar una profundidad a que a veces se me escapa… todo ello en un sentido idealizado) pero sin acabar de ver que cómo ese sueño se constituye en principio y fundamento de mi vida, y lo que es más importante, cómo se encarna en ella.
Y es cuando hablamos de esperas, que no de esperanzas. Las esperas son las que nos amarran a la realidad, al suelo, a lo mundano, mientras que las esperanzas son las que nos hacen trascender y ver que esa realidad, ese suelo y ese “mundano” adquieren un matiz de salvación. Juan no esperaba la salvación de su pueblo, tenía la esperanza de que se cumplirían las promesas en las que había sido engendrado. Y esa esperanza es la que convierte a Juan en un testigo. Esa esperanza es la que le permite descubrir que algo nuevo estaba brotando y que la miseria de un mundo imperfecto y muchas veces deforme (sordos, mudos, leprosos, muertos, …) evoca en sí mismo un potencial de perfección. Jesús no se afirma a sí mismo, sino que invita a Juan a hacer una lectura creyente de los acontecimientos. Ser testigo, ser profeta, es reeducar la mirada para descubrir que el Reino es un presente continuo, que no es algo idealizado o retrasado en el tiempo, sino que tiene una conjugación presente, y que esa conjugación se hace en activo.
Cabría la posibilidad de preguntarse cuáles son los signos del Reino que descubro en mi realidad. Y cuando decimos realidad, nos referimos a mirar más allá de nuestros contorsionismos miopes que nos conducen a la punta de nuestra nariz. ¿Somos capaces de reconocer algún signo de salvación a nuestro alrededor?, ¿vemos signos de esperanza o nos contentamos con una espera pasiva?, ¿somos testigos comprometidos con la realidad o simples expectadores?, ¿cuáles son esos signos, esos espacios?.

Sea cual fuere la respuesta que nos demos, hay una certeza: Jesús viene y nos trae una esperanza.

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